La revolución de las pequeñas cosas
Tomado de Perú 21, columna Qué Lisura de Patricia del Río.-
Siempre he desconfiado de quienes prometen grandes transformaciones. Me dan mala espina porque, normalmente, ese espíritu demoledor de “yo soy el único que sabe cómo hacer esto” deviene en un discurso paralizante y nos enfrenta a líderes que, al no poder hacer el gran cambio que se habían propuesto, no hacen absolutamente nada. Ahí tenemos a Alejandro Toledo, quien prometió luchar contra la corrupción y encabezó un gobierno frívolo y plagado de ladronerías mezquinas. Alan García ofreció impulsar la inclusión del sur, pero presidió un gobierno donde las grandes decisiones se tomaban en cócteles y en una que otra suite de hotel. Lo de Alberto Fujimori fue peor: con la excusa de la gran reforma del Estado se quiso perennizar en el poder y no guardó el mínimo respeto por las reglas democráticas.
Ollanta Humala ha llegado a Palacio con una promesa de cambio que fue una de las cartas fuertes de su campaña. Sin embargo, esa “gran transformación” del modelo nacionalista ha ido mutando hacia la propuesta de un cambio consensuado, y tal parece que, en esa nueva ruta de la moderación, algo se ha perdido. ¿Qué debería pasar entonces para que el Perú pase a ser un país donde todos los ciudadanos valgan lo mismo? ¿Cómo impulsar esa inclusión económica y social de la que tanto habla la coalición humalista, cuando los cambios radicales ya no son una opción?
Hasta el momento, el Gobierno no ha pasado de los gestos y, la verdad, que el entusiasmo por el estilo “yo soy como tú, compadrito” puede empezar a hacer agua si no se traduce en medidas más concretas. Sobre todo porque entre el discurso inclusivo y lo que ocurre en la realidad cotidiana se está abriendo una brecha que podría convertir a la contradicción en la característica más saltante de este gobierno. Por ejemplo, se han volado a treinta oficiales de la Policía de un plumazo porque, aparentemente, es una medida sustancial para la reforma de la institución, pero los hombres de verde que cuidan las calles aún no tienen municiones ni equipos de comunicaciones para detener la violencia. El ministro de Salud, el doctor Tejada, se pasea por hospitales velando por las víctimas de accidentes de tránsito (lo que está muy bien, por cierto), pero la mayoría de choferes que causaron esas desgracias manejaban con brevetes falsos o con una cantidad inverosímil de papeletas acumuladas. La ministra de la Mujer declara con énfasis diariamente sobre la necesidad de proteger a las niñas y a las mujeres, y ahora resulta que, para probar una violación, las víctimas se filman y exponen sus pavorosos videos para que les crean. El presidente Ollanta Humala se desgañita aclarando que en este país nadie tiene privilegios, y sus funcionarios escoltados por Seguridad del Estado paran el tránsito como si aún hubiera atentados en las calles y su vida corriera peligro si esperaran como cualquier mortal a que cambie el semáforo.
Es verdad que los casos expuestos parecen banales, y no va a faltar quien señale que el ministro no es responsable de las papeletas de los choferes, o que el presidente no se puede hacer cargo de las escoltas de sus funcionarios. Pero es ahí donde, precisamente, radica el error. Si este gobierno quiere poner el Estado al servicio del ciudadano, entonces tiene que empezar por hacer que el Estado funcione, y que funcione bien: la Policía debe retirar a los malos choferes de las calles; los jueces, meter presos a los pedófilos; los doctores, tratar bien a los pacientes; los ministros, darle explicaciones a la población cada vez que sea necesario; los profesores, ocuparse de que los alumnos aprendan a leer y escribir en los colegios. Porque de eso se trata la gran transformación que está esperando el ciudadano: de pequeñas acciones, cotidianas, a veces elementales, que logran grandes revoluciones en la vida de las personas.